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UNA PASIÓN PERDIDA
Podría ser un día cualquiera, a no ser porque Helena no se encontraba en uno de sus mejores momentos. El año que acababa de terminar había sido bastante complicado para ella. Esta situación le estaba generando un desasosiego interior y a su vez una desmotivación que le ahogaba, no dejándola seguir adelante.
Desde el ventanal de su apartamento, podía observa toda la paleta de tonos grises y blancos en su jardín. Estaba siendo un invierno duro, las nevadas no daban tregua. Le quedaba menos de la mitad de la infusión que estaba tomando y el aroma a hierbabuena y limón envolvía todo la estancia.
- ¡Bueno¡, soltó Helena dando un salto del sofá y sacudiendo toda la melancolía y desidia que le acompañaba desde la falta de su madre.
Puso manos a la obra. Se dio una ducha rápida, se arregló el pelo y atavió con ropa de abrigo. Ya estaba dispuesta para su paseo.
- A ver si con un poco de suerte, este día es el principio de una buena historia, pensó para motivarse.
Paseando, observaba todas esa caras carentes de expresividad, ninguna le trasmitía emoción. De repente, al girar una esquina ¡ahí! está ella, pequeña con los cabellos enredados, la ropa raída, una enorme sensación de protección invadió todo su ser.
- Hola... ¿Cómo te llamas? Le preguntó con mucho tiento. No quería asustarla.
- Ana. Le contestó la niña.
Se apreciaba en la expresión de su cara la profunda mirada de una persona curtida por los reveses de la vida. Helena intuyó que no lo había tenido fácil.
-Ana, ¿te apetece un tazón de leche calentito y un trocito de bizcocho?
A Ana se le iluminó el semblante y esbozó una sonrisa de oreja a oreja, asintiendo con un gesto de cabeza.
Ya en el apartamento, Helena observaba con ternura su cara, esa mirada limpia que solo podía dar la inocencia de su corta edad.
- ¿Qué estará pesando?, se preguntaba Helena .
Mientras tomaban la leche, Helena no daba crédito a las historias que le estaba contando esa pequeña niña. Entre risa y lagrimas Helena comprendió lo importante que es una buena actitud ante las zancadillas que te pone la vida. Absorta con la conversación y sin darse cuenta se puso ha escribir en su antigua máquina, la misma que tantas buenas historias le había dado.
Ya en el silencio de la noche y al calorcito que le brindaba la lumbre de la chimenea, con la promesa de volver a encontrase al día siguiente, reflexionaba con lo que Ana había conseguido despertar otra vez, algo que pensaba no volver a sentir, la pasión y el amor por su gran compañera de viaje.
La escritura.
Sonia Ramón
FROILANA
En una época donde el papel era pergamino y el bolígrafo era pluma, nuestra ignorada escritora Froilana, que de sus venas brotaba tinta oscura como el carbón transformándose en letra y palabras, se encontraba en lúgubre y desnudo chamizo acompañada de su familia. Su única esperanza para poder sacar esta adelante era ser una persona egregia por sus fábulas. Pero la pobre novelista se encontraba en una nube gris de bloqueo imaginativo.
En una noche oscura de tormenta donde sus sueños eran desvelados por los ángeles de los cielos enfadados y sus luchas, las lágrimas de los heridos caían sobre la cabeza de Froilana, filtrándose por las brozas del tejado.
Desesperada y ya desvelada se dirigió a su mesa de trabajo y pluma en mano comenzó a escribir el título de su nueva historia. De repente comenzó a sentir presión en la garganta, le lloraban los ojos, comenzó a sentir un sabor muy amargo en la boca. Luego fue como si tuviera una cerilla prendida justo en el pecho y que el fuego se extendía, le llenaba los pulmones y la garganta hasta llegar detrás de los ojos. Al final el fuego se volvía hielo, como agujas y alfileres helados que se le clavaban por los dedos, los ojos y los brazos. Vio las estrellas y lo último que sintió fue frío. Mucho frío. Calló muerta sobre su mesa. O al menos eso pareció.
Pasaron minutos en completa oscuridad sobre su muerte pero una triste y alejada sombra comenzó a aparecer en su visión. Esta, a medida que el tiempo pasaba, se acercaba tanto que al cabo de un tiempo fue capaz de distinguir pequeñas y borrosas figuras y como si de un fantasma se tratase pudo ver por fin a ella. Pálida, vestida con viejos paños amarillos manchados, comenzó a andar y pudo descubrir que se encontraba en un camposanto en casi completa oscuridad con una espesa niebla.
Tratando de gritar, se preguntaba que si era su propia tumba sobre la que sus pies descansaban pero únicamente el sonido de lo cuervos era su respuesta. Triste y acabada comenzó a llorar pero sus lágrimas no brotaban. Ya sin fuerzas, se tumbó, cerró los ojos y sintiéndose como un simple cuerpo muerto allí se quedó.
Ni sentimientos, ni palabras le brotaban de la mente. Todo era oscuridad hasta que una misteriosa brisa se levantó arrastrando las hojas secas del camposanto, moviendo las marchitas ramas de los árboles y haciendo que las campanas del cercano sepulcro a Froilana comenzaran a sonar. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando de repente sintió que una mano le agarra el hombro tambaleándola de manera desganada. Se quedó paralizada. Pensó que no era posible de que si había fallecido alguien más estuviera con ella, por lo que de un salto y sin miramientos se levantó, se giró y tratando de aclarar su vista vio sin entender que un hombre le estaba hablando.
Con voz fuerte, rasgada y oscura se dirigió a la algo temblorosa Froilana.
-¡Hey tranquila! No se asuste! Soy Miguel el celador de este cementerio. Vamos a cerrar.
En una noche oscura de tormenta donde sus sueños eran desvelados por los ángeles de los cielos enfadados y sus luchas, las lágrimas de los heridos caían sobre la cabeza de Froilana, filtrándose por las brozas del tejado.
Desesperada y ya desvelada se dirigió a su mesa de trabajo y pluma en mano comenzó a escribir el título de su nueva historia. De repente comenzó a sentir presión en la garganta, le lloraban los ojos, comenzó a sentir un sabor muy amargo en la boca. Luego fue como si tuviera una cerilla prendida justo en el pecho y que el fuego se extendía, le llenaba los pulmones y la garganta hasta llegar detrás de los ojos. Al final el fuego se volvía hielo, como agujas y alfileres helados que se le clavaban por los dedos, los ojos y los brazos. Vio las estrellas y lo último que sintió fue frío. Mucho frío. Calló muerta sobre su mesa. O al menos eso pareció.
Pasaron minutos en completa oscuridad sobre su muerte pero una triste y alejada sombra comenzó a aparecer en su visión. Esta, a medida que el tiempo pasaba, se acercaba tanto que al cabo de un tiempo fue capaz de distinguir pequeñas y borrosas figuras y como si de un fantasma se tratase pudo ver por fin a ella. Pálida, vestida con viejos paños amarillos manchados, comenzó a andar y pudo descubrir que se encontraba en un camposanto en casi completa oscuridad con una espesa niebla.
Tratando de gritar, se preguntaba que si era su propia tumba sobre la que sus pies descansaban pero únicamente el sonido de lo cuervos era su respuesta. Triste y acabada comenzó a llorar pero sus lágrimas no brotaban. Ya sin fuerzas, se tumbó, cerró los ojos y sintiéndose como un simple cuerpo muerto allí se quedó.
Ni sentimientos, ni palabras le brotaban de la mente. Todo era oscuridad hasta que una misteriosa brisa se levantó arrastrando las hojas secas del camposanto, moviendo las marchitas ramas de los árboles y haciendo que las campanas del cercano sepulcro a Froilana comenzaran a sonar. Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando de repente sintió que una mano le agarra el hombro tambaleándola de manera desganada. Se quedó paralizada. Pensó que no era posible de que si había fallecido alguien más estuviera con ella, por lo que de un salto y sin miramientos se levantó, se giró y tratando de aclarar su vista vio sin entender que un hombre le estaba hablando.
Con voz fuerte, rasgada y oscura se dirigió a la algo temblorosa Froilana.
-¡Hey tranquila! No se asuste! Soy Miguel el celador de este cementerio. Vamos a cerrar.
La historia de Paca
Érase una ver una escritora llamada Enriqueta. Un día, se despertó animada y tras desayunar, se fue a escribir un relato el cual ella creía que la iba a hacer millonaria, tras sentarse frente al ordenador sufrió un bloqueo.
Pensó salir a pasear en busca de ideas para escribir su nuevo relato. Tras andar sin rumbo por el bosque, decidió pararse a almorzar justo enfrente de un lago, en el cual habitaban unas tortugas. Decidió observarlas para ver si se inspiraba. tras un buen rato, viendo que se le ocurría nada, decidió volver a casa. Pero de repente, vio una tortuga que saliendo del agua emitiendo sonidos raros, se quedó pensativa y decidió llevársela a casa.
Por el camino, fue pensando un nombre para la tortuga y eligió llamar Paca. Se dio cuenta de que no poseía comida para Paca, y bajó a una tienda de animales cercana a su casa a por un poco de comida para ella.
Finalmente se sentó en el ordenador a escribir un relato sobre cómo conoció a Paca.
Óscar, Antonio y Álex
CHISMES y COTILLEOS
Érase una vez una joven escritora de un pueblo de Zaragoza. Un pueblo con mucha naturaleza, muy luminoso por la noche y muy familiar.
Una mañana, aburrida le entró la inspiración y decidió coger un cuaderno y contar historias, pero bajo un seudónimo. Tardó más de dos meses en saber cómo llevar el libro. Al enterarse de su empresa, todo el pueblo, desde la panadera hasta el cura, pasando por el cartero y la tendera, le decía que no era capaz pero nunca los escuchó. Nadie creía en su talento.
Un año después consiguió publicar su libro y, poco después, ser reconocida con un premio internacional por su increíble estilo y por ayudar a la gente contando sus originales historias que parecían como la vida misma. A día de hoy es conocida por escribir relatos amorosos, llenos de chismes y cotilleos, pero nadie en el pueblo se da cuenta de donde viene su inspiración.
Érase una vez una joven escritora de un pueblo de Zaragoza. Un pueblo con mucha naturaleza, muy luminoso por la noche y muy familiar.
Una mañana, aburrida le entró la inspiración y decidió coger un cuaderno y contar historias, pero bajo un seudónimo. Tardó más de dos meses en saber cómo llevar el libro. Al enterarse de su empresa, todo el pueblo, desde la panadera hasta el cura, pasando por el cartero y la tendera, le decía que no era capaz pero nunca los escuchó. Nadie creía en su talento.
«The Gossips», de Norman Rockwell - 1948
Sandra Ibáñez
Alexia González